Debería estar escribiendo un capítulo, pero voy a contaros algo. Con veintitrés años me rompieron el corazón con tanta fuerza que solo podía leer poesía. Me escapé a Madrid y buscaba en las librerías poemarios. Me escapé a Cádiz y me hice amiga de un librero. Volvía de vez en cuanto. "Acabé lo que me diste, necesito más". Y él me iba educando más allá de lo que me enseñaron los maestros. E iba llevando mi pena por las librerías, por los parques, por las cafeterías en las que me sentaba sola con los poetas y un lápiz en la mano. Eran los únicos que podían entenderme. Y en sus tristezas, más hondas, más hermosas que las mías, mi acantilado se ponía de primavera. Les respondía a veces con más versos, escribiendo respuestas en las páginas impresas. Me enfadaba si no lograba hallar en ellos la palabra que buscaba. Los sentía mis amantes en esos meses tristes en los que buscaba un nombre con el que llamarme, con el que volver a definirme. Les hablaba a mis alumnos de los poetas, escribía versos en la pizarra, les regalaba antologías caseras, les explicaba cómo me hacían sentir o por qué tal poema me había salvado de ahogarme en una tarde de marzo. Y todos estaban vivos en mí. Yo los resucitaba para que siguiesen salvándome la vida. Y los besaba a todos y dormía con ellos y me despertaba recitándolos por la casa. ¡Qué gratitud! ¡Qué singular rescate! "¿Puede la literatura salvar vidas?", nos preguntaba Eugenio Maqueda en una de sus clases de Teoría de la Literatura. Nosotros peleábamos. Sí. No. Vivan los médicos, mueran los poetas. A los 23 años lo aprendí. La poesía podía salvar.
Salvaba.
Joan Margarit me enseñó mucho sobre la pérdida y la supervivencia a través de la palabra. Qué tristeza la de hoy. Se me ha muerto un amigo que jamás me conoció. Repaso sus libros en la casa silenciosa.
Joan, Joan, le digo (porque ahora me escucha como lo hacen mis abuelos, y Javi, y muchos otros), Joan: gracias.
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