miércoles, 13 de abril de 2011

uno no sabe lo que tiene hasta que...


No era consciente de lo feliz que había sido el curso pasado hasta que volví a pasear por las calles de mi viejo destino junto a Chelo: volviendo a la cafetería donde pasó tal cosa o la tienda donde, ¿te acuerdas?, nos dijeron aquello y recorriendo nuestros lugares preferidos. Pasando por la puerta de la que era mi casa. Recordando los sonidos y los olores de cada rincón que me era cotidiano. Es inestimable la sensación de volver a un sitio que ha sido tu fortaleza para recorrerlo desde la distancia. Calidad de vida, esa sería la definición que me rondaba los labios cuando regresaba en coche. 

Y hoy descubro que no sabía cuánto echaba de menos estar entre árboles, preparar una barbacoa, sentarse en una silla de plástico a brindar y reír y olvidar que se trabaja, que el mundo está ahí fuera, que hay un más allá de este momento. ¡No recordaba el sabor de un día en el campo! No recordaba la luz filtrada entre las ramas de los árboles y el sonido de las hojas secas crujiendo bajo mis pies mientras me lleno la camiseta de aguacates tiernos o exploro una cueva o lanzo una piedra para ver hasta donde llega o acaricio un caballo noble y marrón. No recordaba la sensación de estar en un mundo mágico al entrar en el entramado del viejo invernadero verde que ahora parece una magnífica jaula para pájaros gigantes o la emoción que da pedir un deseo en un círculo entre árboles al que no se atreven a entrar las malas hierbas o la risa que produce colgarse de una rama notando tu cuerpo distinto y pesado. 

La verdad es que, ahora, agotada como estoy, recién salida de la ducha esperando el momento en que las letras comiencen a estar borrosas porque se me cierren los ojos, agradezco que el recuerdo vuelva a mí de manera dulce y me acaricie con ternura. Es curioso. 

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