martes, 14 de septiembre de 2021

porto (26 julio)

La primera vez que vinimos a Porto éramos dos flaquitos convencidos de que vivían un amor de verano. Recuerdo las fotografías, la ilusión nueva de cada descubrimiento -porque nos estábamos descubriendo también el uno al otro-, los picnics en los parques y una croqueta engañinfla. 

Alargamos nuestra estancia un día porque no nos queríamos despedir y pasamos la mañana en una ciudad vacía y deprimente mientras escribíamos y dibujábamos en nuestros cuadernos. Porto, con sus edificios abandonados, me pareció la ciudad más bonita que había visto.

Hoy hemos paseado de nuevo por sus calles, de nuevo de la mano. No somos ya esos flaquitos de antaño y nuestras barrigas de felicidad han recibido su merecido en restaurantes estupendos tras las caminatas. Tampoco ha habido mágicos descubrimientos -más allá de las limonadas y las galerías de arte que siempre cambian-, ni croquetas del horror, ni picnics. Sí hemos dibujado en silencio, hemos comentado detalles arquitectónicos y hemos aprendido a unir paseando diferentes puntos de la ciudad que antes nos parecían lejanos. 

Nuestro amor no es ya una sorpresa, no hace tartamudear ni tiene confusas preguntas en la tripa. Nuestro amor sigue andando de la mano y se materializa en una mirada brillante al descubrir el detalle en azulejos de una fachada sin rehabilitar, en una risa al ver a un pavo saltar, en el silencio cómplice lleno de respuestas. 

No somos aquellos. Somos esta evolución concisa, la elección constante y diaria que hacemos el uno por el otro, todavía.

limpieza (29 julio)

Totoro comienza con una escena de limpieza. Las hay también en otras películas de Miyazaki. Se conquistan los espacios con una escoba y cubos de agua. Se expulsan a las bolitas negras, se hace todo nuevo. Se resignifica el espacio. Pasa de ser de otro a ser nuestro.

Con las casas familiares que se abren solo en verano ocurre lo mismo. El paso de los meses ha dejado las memorias llenas de polvo, las arañas han campado a sus anchas entre los recuerdos. Las plantas han crecido, libres, en el jardín. 

Limpiamos. Estrujando paños sobre cubos azules, levantando el polvo como en las películas. El suelo de madera brilla bajo el agua jabonosa como si acabasen de ponerlo y, desde las fotografías en blanco y negro, los antepasados saludan regresando de la niebla.

Sábanas limpias en las camas antes cubiertas, ropa tendida al sol, humedad cálida. Olor a tierra mojada tras arrasar con la manguera... Poco a poco los aromas de la comida recién hecha  lo susurran: "Casa".

candeleda (31 de julio)

Una de las cosas que adoro de viajar es visitar los mercados. Normalmente lo hago con la tristeza consciente de que no tengo una cocina en la que probar todas las ideas que van surgiendo mientras recorri los puestos, pero en Canedeleda tengo mi oportunidad. 

En la casa familiar de los Méndez, Nacho y yo hemos conquistado la cocina. Nos levantamos temprano y salimos con nuestro carro a derretirnos ante los tomates inmensos, los melocotones de gigantes... Por las noches, con las luces apagadas, hablamos del menú. "Podríamos hacer empanada para cenar, pero sin cebolla que no le gusta a tu tía", "Los niños tendrán que apartar las aceitunas, pero los demás merecemos probarlas", "¿Somos nueve o somos diez?". No importa, al final llegamos a ser veinte y asistimos a la multiplicación de los panes y los peces. 

Entonces adoro pelar el ejército de huevos duros, picar las judías verdes sentada a la mesa de los azulejos debajo de la parra mientras charlamos de todo y de nada. 

Mi suegra me mira alarmada. Por teléfono mi madre le dice: "Patricia necesita tener las manos ocupadas". Y Nacho sonríe haciendo filetes finos del lomo a la sal. 

Al final creo que lo que más adoro de Candeleda es cocinar.

ritmos (3 agosto)

A veces la vida no se entiende. Ni sus ritmos, ni sus tiempos, ni sus piedras. Y un nudo de preguntas sin respuesta se hace en el pecho. Y el cansancio es tan agotador como una tumba. Y la incertidumbre arde con un fuego helado interrumpiendo el camino de la sangre. Queremos sentarnos con el narrador y preguntarle, conseguir una brizna de esperanza al escuchar el argumento completo de nuestra historia. Qué paz imagino que sienten los que creen en el destino y comulgan con él. Pero yo quiero tirar piedras a la ventana de la vida, pegar tiros a los pájaros negros de tu pena, besar tus párpados para desbrozar los sueños de hoy, para sembrar los de mañana, dormir de tu mano como cuando éramos niños y teníamos invitados. Quiero librarte de todas las interrogaciones y que descanses un ratito en paz.

lentitud (16 de agosto)

Mis días están siendo lentos. La lentitud es un ejercicio para mi alma apresurada -siempre pensando en lo siguiente, siempre pensando en hacer-. La contemplación es mi única tarea pendiente: aprender a mirar la luz y recitar sus cadencias. Encarar las sombras de mi conciencia y recitar: "La vida no es una balanza, demonios terroríficos, no pasará nada malo solo para compensar lo bueno". Para después volver al silencio. A la oración sin palabras del minuto que pasa, sucede y ya fue, que ya soy, de tu mano.

sagrado corazón (22 agosto)

En casa de mis abuelos había un Sagrado Corazón presidiendo el salón en su trono. Era enorme y nos miraba en las siestas de verano mientras veíamos la televisión en la penumbra. A mí me daba pena que no pudiese ver la tele porque nosotros éramos muy aburridos. 

Cuando vaciamos la casa de mis abuelos no pudimos llevárnoslo porque era muy grande para nuestro pequeño apartamento. Nos dio pena, más allá de su significado religioso, tenía un significado familiar. Había sido testigo de nuestras vidas, cómplice nuestros secretos. 

Ahora es la casa de la abuela de Nacho la que se vacía. Y recuerdo mi poema "Nos definirán las cosas", el que habla de lo que pensarán de nosotros los que solo nos conocieron a medias y se topen de pronto con nuestras herencias, con las cosas que consideramos tesoros.

En el desván entre vajillas y cristalerías, cuadros y adornos de salón estaba el Sagrado Corazón que había visto crecer a la madre de Nacho, a sus tíos. En cuanto lo vi, supe que lo quería. Que quería que entrase a formar parte de nuestra historia como un testigo de madera.

No es grande. Tampoco pequeño. Tiene el tamaño justo para aguardar de pie junto a la máquina de escribir que me regalaron mis padres y que había pertenecido a un escritor inglés. O junto a la trompeta vieja que un cumpleaños me regalaron mis amigos. O quizá junto al cuadro de Bea que dice "Me against me". 

Esta mañana lo hemos recogido de la buhardilla junto con dos cafeteras de peltre y tres tesorillos metálicos que Nacho codiciaba. Lo he estado limpiando en el patio. Lentamente, sin prisa, fijándome en todos sus detalles. Conociéndolo.

Quizá un día, cuando nuestros sucesores vacíen nuestra casa de trastos, se pregunten por qué teníamos un Sagrado Corazón de Jesús siendo yo iconoclasta. Y, quizá, alguno entienda que mi amor a Dios está en todas las cosas y  también, extrañamente, en esta talla vieja y heredada.

en obras (4 de septiembre)

Despierto en casa, con la bendita luz de septiembre irrumpiendo en la terraza ahora blanca, intentando llegar a la cama mientras dibuja círculos perfectos en la pared. No se escucha nada. Algún pájaro, el verde del zoo. Es sábado y la casa siguenen guerra. Pero hay promesa de flores sobre la mesa nueva, promesa de libros yendo y viniendo por las estanterías hasta encontrar un sitio habitable. Reordenar, recolocar, recordar nuestra historia al tocar las novelas que nos hacen de calendario. 
Es sábado y la brisa mece los eucaliptos.