Alargamos nuestra estancia un día porque no nos queríamos despedir y pasamos la mañana en una ciudad vacía y deprimente mientras escribíamos y dibujábamos en nuestros cuadernos. Porto, con sus edificios abandonados, me pareció la ciudad más bonita que había visto.
Hoy hemos paseado de nuevo por sus calles, de nuevo de la mano. No somos ya esos flaquitos de antaño y nuestras barrigas de felicidad han recibido su merecido en restaurantes estupendos tras las caminatas. Tampoco ha habido mágicos descubrimientos -más allá de las limonadas y las galerías de arte que siempre cambian-, ni croquetas del horror, ni picnics. Sí hemos dibujado en silencio, hemos comentado detalles arquitectónicos y hemos aprendido a unir paseando diferentes puntos de la ciudad que antes nos parecían lejanos.
Nuestro amor no es ya una sorpresa, no hace tartamudear ni tiene confusas preguntas en la tripa. Nuestro amor sigue andando de la mano y se materializa en una mirada brillante al descubrir el detalle en azulejos de una fachada sin rehabilitar, en una risa al ver a un pavo saltar, en el silencio cómplice lleno de respuestas.
No somos aquellos. Somos esta evolución concisa, la elección constante y diaria que hacemos el uno por el otro, todavía.
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