Leemos tranquilamente en la terraza. Todavía quedan cajas en el suelo, los armarios no tienen puertas y la ropa tendida ondea, no en las largas cuerdas del ayer, sino en un moderno tendedero metálico. Está nublado y las campanas de la iglesia, más allá del zoo, rompen el silencioso arrullo del viento entre los árboles.
Nacho marca un ritmo con los pies, como si meciese sus puntas, bajo la mesa. Lee el último cómic que ha comprado, _Noúmeno_, un thriller cuántico. Yo leo despacio _El libro de los hallazgos_ que me regaló Begoña en nuestro café del sábado. Son los diarios de la bibliotecaria de una escuela. Deliciosos.
Una pelusa cruza veloz bajo la mesa, evidenciando el caos que aún habita en nuestra casa. Pero los árboles bailan, la ropa baila, ¡hasta la pelusa baila, descarada!
Y estoy en paz. En una extraña paz que ha llegado por fin después de largas semanas. Una paz silenciosa y blanda que me hace sonreír al descubrir que acaba de empezar a llover. Un niño exclama en la calle, con torpes sílabas: "¡Espamos volando!". Las huellas de las gotas se dibujan en los cristales de acordeón. Un perro ladra, a lo lejos. ¡Qué blanco este hogar de nuevo! El vaso de agua de Nacho, a medias, se dibuja en su transparencia en una esquina de la mesa de madera. Ruge el tigre. Comienza el ballet de los gorriones. Todo está bien.
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