En la casa familiar de los Méndez, Nacho y yo hemos conquistado la cocina. Nos levantamos temprano y salimos con nuestro carro a derretirnos ante los tomates inmensos, los melocotones de gigantes... Por las noches, con las luces apagadas, hablamos del menú. "Podríamos hacer empanada para cenar, pero sin cebolla que no le gusta a tu tía", "Los niños tendrán que apartar las aceitunas, pero los demás merecemos probarlas", "¿Somos nueve o somos diez?". No importa, al final llegamos a ser veinte y asistimos a la multiplicación de los panes y los peces.
Entonces adoro pelar el ejército de huevos duros, picar las judías verdes sentada a la mesa de los azulejos debajo de la parra mientras charlamos de todo y de nada.
Mi suegra me mira alarmada. Por teléfono mi madre le dice: "Patricia necesita tener las manos ocupadas". Y Nacho sonríe haciendo filetes finos del lomo a la sal.
Al final creo que lo que más adoro de Candeleda es cocinar.
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