Cuando me enfado, me siento culpable, tenga o no razón.
No sé de quién he aprendido esta costumbre poco saludable, pero la verdad es esa, soy incapaz de mantener mis razones incendiadas demasiado tiempo. No me gusta estar de hielo y fuego por dentro. Esta es una de las causas de mis continuos fracasos.
Siempre cedo en las discusiones, soy fácil de convencer, es sencillo comprar mi felicidad con una frase. Mi corazón se deja hacer rápidamente, si la promesa es paz, aunque sea perecedera.
No me gusta ir a la cama con esa sensación de hueco en el estómago, siempre estoy dispuesta a perdonar de madrugada. Así que reconcilio mis mitades, la culpable y la guerrera, las llevo a la plaza del centro y las apago allí, para que no me den demasiado la lata.
Pero tengo que tener cuidado, una vez apagué tantas razones que olvidé quién era.
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