martes, 17 de noviembre de 2009

en el ring


A veces necesito decir la última palabra, ser la que acaba la conversación, imponer mi voz, mi verbo. No sé qué tipo de defecto es, pero mi madre dice a veces que es hereditario.


Yo creo que hay algo de nacimiento y algo de aprendido. No sé cuándo comencé a sentir la necesidad de defenderme, de utilizar personajes, pero qué bien entrenado tengo lo de los roles sociales. Quizá por eso soy la profesora con la que más firmes están los de primero de la ESPA, porque me pongo el disfraz militar y enfilo la palestra con energía. Quizá por eso nunca me catalogaron como líder o apoyo, sino como la voz en la sombra. Quizá por eso pude ser brillante o inexistente, triunfé y fracasé.


Por eso hubo un tiempo en que me quedé muy sola. Juan y yo teníamos la misma necesidad de decir la última palabra, hasta reducir nuestras cartas a pequeños papeles doblados con palabras en clave, hirientes y molientes, contra las palmas cerradas hasta el silencio.


Es mentira que en las discusiones trate de llegar a un acuerdo, la verdad es que siempre quiero llevar razón.


La vida me está enseñando a fracasar, a equivocarme, a caer, a ceder, a aceptar, a abandonar cuando el barco se hunde si quiero salvarme -a veces uno no tiene muy claro que no quiera naufragar-.


Me siento en un continuo aprendizaje que aún no comprendo, pero versa sobre la paciencia y sobre mis limitaciones. Nada de grandes preguntas, sólo aprender, como en el boxeo, a encajar cada golpe sin cuestionar quién va a ganar el torneo.


Sola en el centro del ring, luchando contra mis continuas equivocaciones.

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