Tesoros rescatados de un martes como los demás.
Cuando salgo de la sala de profesores durante mi hora libre, me encuentro a un chico pelirrojo sentado en el escalón y jugueteando con un rosario de cuentas moradas. La verdad es que está guapísimo con su cara de pecas y su nariz de pillo, recibiendo la luz de la ventana que lo hace parecer de fuego.
-¿Estás rezando? –bromeo al pasar a su lado.
-No sé rezar –me responde encogiéndose de hombros y me acerco a su lado para charlar un rato. El rosario tiene las bolas mordidas y cualquier les encuentra un sentido.
-Aquí faltan… –indico.
-Es que me quedaba grande, maestra, y se las he quitado –me explica señalándose el pecho-. Sólo lo llevo para que me de suerte.
Me doy cuenta de que bajo esa sonrisa infantil hay un corazón enorme de elefante y me quedo un ratito bromeando con él antes de volver al trabajo.
Antes de volver por la tarde, incordio un poco a Ana para saber cómo está. Está siendo valiente y justa con sus sentimientos, pero eso siempre implica un riesgo –que me lo digan a mí-. Cuando uno sigue a su corazón puede encontrarse con dos tipos de fronteras, las del miedo y las de lo que esperan los demás. Ana había llegado tras la primera, pero topaba hoy con todas esas voces en desacuerdo.
-¿Qué es lo peor que puede pasar? –le recuerdo-. ¿Que te rompan el corazón otra vez? Ya hemos pasado por eso y no estamos muertas.
No sé si le estoy dando el mejor consejo del mundo, no sé si la estoy lanzando de cabeza al precipicio. Pero algo de temeridad me recuerda con ironía que lo importante es escucharse y escucharse bien.
No me siento tan en posesión de la verdad cuando Diego interrumpe el nacimiento de un verso llamando mi atención. Ha terminado los ejercicios que le he mandado y quiere que le de algunas citas bibliográficas para continuar formándose por su cuenta. Me frustra que el mejor de mi clase se sienta el menos preparado. Charlamos un rato, me sorprenden sus fuentes, y le doy algunos trucos para perfeccionar su redacción.
-A veces me faltan las ideas –confiesa acompañándome por las escaleras una vez terminada la clase.
Y memorizo su gesto de curiosidad y desgracia, de rozar casi con la punta de los dedos la manzana más alta del árbol.
Los martes, cualquier escusa es buena para seguir respirando.
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