Cuando era pequeña, mi madre dedicaba bastante tiempo a secarme el pelo después de la ducha. Cogía el cepillo y el secador y se entretenía en dejar el pelo liso y en su sitio, para evitar mi cabeza de leona despeinada. Así que hasta los trece años siempre llevé el pelo liso. Entonces descubrí que si ponía un poco de espuma, toda mi cabeza se rizaba como si aquello fuese lo más normal del mundo. Incluso, con el tiempo, dejé de necesitar espuma.
También cuando era pequeña, mi madre me llevaba siempre con el pelo corto, lo que me hizo ganar el apodo de "champi" por parte de mi tío. Cada vez que me llevaba a la peluquería tenía que comprarme con algo para que me dejase cortar el pelo. Por eso, en cuanto me hice "mayor" me lo dejé largo.
Llevé el pelo largo desde los catorce años hasta los 21, cuando preparábamos Divinas Palabras y yo estaba a punto de graduarme. Por el personaje que debía interpretar, la directora me prohibió cortarme el pelo. Soy una persona a la que le gusta llevar la contraria, así que ese mismo año, después del último bolo, tras vivir mi fiesta de graduación, las tijeras se hicieron con mi coronilla. Elena, una de mis profesoras de facultad, paró su clase gritando cuando vio lo que había hecho con mi cabellera y sin asalto de los indios. Pero yo necesitaba cambiar y, aunque había jugado durante ese año a ser pelirroja y morena, no había sido suficiente.
Hasta el año pasado llevé el pelo corto y rizado, totalmente desordenado, cómodo y práctico, disfrutando del aire en la nuca y de enseñar cuello. Dejé de cortarme el pelo de manera tan radical cuando comencé a trabajar de profesora. Y sin darme cuenta, creció tanto que ya parece que estoy al principio de todo, así que comienzo a desesperarme.
Hoy lo solucioné con un baño de color chocolate, pero no sé cuánto aguantaré sin hacer algún cambio.
1 comentario:
Ja, ja, ja. Por las cosas que nos desesperamos, ¿te das cuenta?. Lo peor... es que te comprendo totalmente.
Profundamente identificado con tu causa.
Nos lo cortamos de nuevo?
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