miércoles, 22 de septiembre de 2010

comprar flores


Mi madre, o quizá el hecho de haber tenido una infancia con jardín, me enseñó el amor por las plantas y las flores. Recuerdo los primeros ramos de la primavera con amapolas y esas pequeñas flores amarillas que crecían por todas partes. Recuerdo mayo y los ramos de rosas del jardín que preparábamos añadiendo margaritas para llevárselos por la tarde a la Virgen, que había puesto la maestra en el colegio. Las que preparaba mi abuela para la romería y el olor de la flor que me ponía en el pelo. Mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos tiene el aroma de los jazmines que recogíamos cerrados y dejábamos por todos los rincones para que se abriesen por la noche, tiene el aroma de la madreselva junto al porche.

Después nos mudamos a un piso y mi madre compraba margaritas y lirios que conquistaban hasta el rellano de las escaleras. Me contaba que, de recién casados, mi padre le regalaba flores todas las semanas y yo comencé a pedir flores para mis cumpleaños. Me aficioné a la florista de la esquina y bajaba a por una flor para un regalo o para sorprender a Ana en el día del libro. Ana y yo nos regalábamos flores en aquellas fechas junto con un poema. 

Cuando viajo y descubro plazas con quioscos blancos preñados de flores en barreños azules, no puedo evitar fantasear que me regalan uno de esos manojos atados con gomas verdes, así, sin arreglar ni nada, sin afear con el verde del relleno, sin evitar que todo se concentre en el color de los pétalos. Fantaseo, digo, que uno de esos manojos llega a mis manos aunque sólo vaya a estar una noche en la ciudad, aunque no tenga dónde ponerlo a dormir en la habitación de hotel, aunque no imagine cómo llevarlo luego en el coche. Pero es uno de esos sueños tontos y románticos que se tienen desde niña -y también por ser niña-. Así que siempre miro los quioscos de flores como con envidia y proyecciones de futuro, esperando que se despierte el instinto que me diga "es hoy, hoy pasearás con tus flores". 

Por eso, aunque la sensación no sea, ni mucho menos, la misma, hoy volvía a casa con sonrisa renovada después de haber pasado por el supermercado y por el puesto de flores de la plaza. Volvía sonriendo porque al comprar flores a última hora -eso lo descubrí en Londres- te rebajan el precio, y porque los lirios y las margaritas me iban inundando las manos con su olor a verde. 

Ahora están sobre la mesa, así, tal y como salieron de sus cubos, con algunas flores aún sin abrir, haciéndome habitable y perecedera. Inventándome caprichosa. 

4 comentarios:

Anónimo dijo...

me encanta comprar flores, coincido totalmente, y lo mío probablemente sea por no haberme criado entre ellas...:)

PeterPan dijo...

Como va la adquisicion de "como perder" de Miguel muñoz?
un saludo!

DANI dijo...

Te cuento un secreto??? mi madre tiene una floristeria shhhhhhhhhhh.

Y es de verdura de la buena, por eso me gusta tanto que la gente las fotografíe o escriba sobre ellas. De algo tendrán que comer mis padre, no?? :))

Besos floreados

Chica del espejo dijo...

Me encantas las flores, muchísimo. No hay día que en mi casa no haya margaritas, que las compro en ese puesto donde todas están metidas en cubos azules pegándose por ser la que más brilla para que te las lleves.

Pero en realidad, mi flor favorita son los girasoles. Podría mirarlos hasta la saciedad :D ¡Sí, es un tanto raro:D!

Me encanta que te fijes tanto en las flores y que te hayan enseñado a... apreciarlas, es genial. Porque ya no se da tanto eso...

Un beso con olor a margaritas.