martes, 2 de marzo de 2010

moleskine negra


He perdido –o invertido si me pongo en el modo adecuado- mi tarde casilibre. Hoy no escribí la historia de Lobo.

Después de comer me senté en el sillón blanco, con las moleskines negras que voy usando desde dos mil seis en el regazo y mi taza de té. Quería paladear cómo el tiempo y los bolígrafos las habían dejado.

Me sorprendo con algunos textos, me reencuentro con cuentos olvidados, con ideas que me siguen pareciendo buenas, con esquemas de capítulos, acuarelas, marcadores, flechas, calamidades, poemas, preguntas, apuntes… Y se me van derramando billetes de tren, entradas de museo, tickets de conciertos, postales de León, dibujos de mis primos, marcapáginas de no sé dónde, viejas cartas, notas y listas de la compra.

No puedo evitar reírme leyendo algunas cosas, avergonzarme leyendo otras, sonreír como una tonta o fruncir el ceño de frustración.

A veces hay saltos con meses de diferencia. A veces una de las moleskines ha durado dos años y la siguiente sólo tuvo dos meses de paseos en mi bolso, por lo que aparece menos ajada y menos cargada de recuerdos.

Mi letra no ha cambiado demasiado. En dos mil seis tenía la misma preferencia por los bolígrafos, dibujaba menos, cuidaba más la presentación. En dos mil siete aparecen los rotuladores de colores, los esquemas y las llamadas de atención. Dos mil ocho son poemas y tachones. Dos mil nueve contiene demasiada información y restos de pincel. Dos mil diez sólo se adivina, como una sucesión de esquemas de capítulos por componer.

Me gustan. Las acaricio. Como un tesoro cualquiera que cabe siempre en mi bolso y que guarda mi imaginación.

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