martes, 17 de agosto de 2010

veranos de cloro y cardenales



En su última visita, mi madre me dejó Un árbol crece en Brooklyn y, entre otras lecturas que voy intercalando, me voy dejando engañar por él. Es una historia sencilla, casi costumbrista, que nos cuenta los primeros años en la vida de una niña. Me resulta inevitable volver la vista atrás a mi infancia, a todos esos recuerdos que creía olvidados, para preguntarme cómo eran entonces mis veranos.

Recuerdo el día que mi padre me llevó a ver la casa en obras, el jardín pequeño de tierra. Me llevó en coche, porque estaba al final del paseo. Después esa casa creció con nosotros y la puerta negra del jardín nos permitió coger moreno de calle. 

Cuando nos daban las vacaciones, mis padres nos llevaban a elegir un regalo por las buenas notas. Ese era el primer ritual, después venía el de la peluquería. Mi larga e indomable melena pasaba a mejor vida y mi madre me castigaba con el consabido corte de "champiñón", como decía mi tío. Entonces, el primer martes de mercadillo, entre puestos de pollos de colores y juguetes baratos, encontrábamos la típica camiseta de manga corta blanca adornada con los dibujos de moda, era la prenda estrella del verano. Así que allí iba yo, después de despertar de la siesta y comer un helado casero de colacao con la forma de un cubito de hielo, armada con la toalla al hombro y la ancha camiseta, con mi hermano Javi de la mano hasta que mi madre nos perdía de vista, camino a la casa del primer vecino con piscina que estuviese dispuesto a abrirnos. 

Y volvíamos derrotados, con nuevos cardenales, cloro en el estómago, los ojos rojos de bucear sin gafas y el pelo desordenado. Volvíamos cantando canciones de verano con nuestras voces de niños, peleándonos con las toallas húmedas o haciendo lanzamiento de chanclas. Agotados como héroes después de la batalla, preparados para la ducha de rigor -eso si no nos la había dado ya la vecina en la ducha de la piscina- y para salir a la calle a jugar hasta que nuestra madre gritase "¡La cena!" y el bocadillo nos acompañase al escalón de los pisos donde improvisar un teatro con los niños del barrio, matarnos a pedradas, inventarnos un baile, escondernos en los portales o bostezar como benditos. 

Dormíamos en el sótano, lo recuerdo bien, y yo comenzaba a leer los libros de los cinco. Siempre tenía la piel manchada por el sol y aguardaba los campamentos como los rayos de sol. Dibujaba por las mañanas debajo del toldo y celebraba las visitas del tito Paco porque comíamos en el salón con el aire acondicionado. Recuerdo que mi madre leía La piel del tambor y que mi hermano Javi se escondía para darme sustos en el pasillo mientras que mi padre regaba el jardín disimulando para mojarnos. 


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