miércoles, 11 de noviembre de 2009

tú siempre puedes entrar


Conocí a Ramón cuando montábamos una comedia de Woody Allen y él se convirtió en diferentes personajes. Al principio era sólo un compañero más, pero poco a poco, Ramón se fue haciendo un hueco en mis preferencias.


Ramón es muy desgarbado, alto y delgado, con el pelo moreno lacio y semilargo que le cae sobre los ojos dándole un toque personal. Tiene los ojos negros y las manos delgadas de dedos largos. Ramón siempre me ha tratado como si fuese un gato o como si fuese Wendy.


Ramón nunca me da besos, sólo tiene para mí dedales.


Recuerdo una mañana en la biblioteca, de esas en las que acabábamos sólo los dos. Yo no me encontraba nada bien, me dolía la barriga, pero no quería volver a casa. Ramón se ofreció a ir a su casa a por ibuprofeno y yo lo esperé ovillada en un banco de la segunda planta.


-Lo siento –me dijo cuando volvió jadeante, no había encontrado lo que buscaba, pero en su lugar me había traído un huevo kinder para que disfrutase de un poquito de chocolate.


Ramón siempre me hacía sentirme especial, convertía pequeños detalles en aventuras maravillosas y con él podía ser absolutamente insoportable. Entonces me revolvía el pelo y pasaba de mis gruñidos, me abrazaba aunque me pusiese recta y fría, pasaba pro alto mis impertinencias, como si no hubiesen sonado. Me perdonaba hasta el infinito, para él mis pataletas eran motitas de polvo.


Si Ramón tenía que decirme: no me gusta lo que estás haciendo. Él me lo decía, sin enfadarse, sin permitirme hacer un drama, sólo se quitaba el pelo de la cara y mirando al infinito confesaba su desacuerdo. Siempre he agradecido su manera de quererme.


Su amor es por entero gratuito y no me lleva las cuentas.


Es difícil olvidar su mirada cuando volvió de París, su grito de júbilo cuando encontré un beso rodando por el suelo y se lo entregué con devoción, su abrazo delicado cuando ese domingo aparecí en el ensayo, abrazándome las costillas, porque me habían roto, su manera de quitarse la chaqueta y rodearme con ella como si hiciese un frío horrible dentro de mí.


¿Por qué hablo de él hoy? Porque hoy Ramón me dijo, sin complicaciones, como si el tiempo no existiese, “tú siempre puedes entrar”. Y me salvó saber que tiene su ventana abierta para mí cuando soy, de nuevo, Wendy.

1 comentario:

Lucía dijo...

Que linda historia.
Te dolia el estomago y te trajo un huevo Kinder?
jajajaja. Tiene toda la onda.

Y sí , los ibuprofenos salvan de todo. :)

Besitos