jueves, 31 de diciembre de 2009

desde L. A.

Downtown%20Los%20Angeles,%20California

Cuando hablo con él tengo que resistirme para no morirme de envidia. Lo miro y es el mismo de siempre y, además, es alguien tan diferente, tan lleno de experiencias que desconozco…

De pronto me paro a pensar en los regalos que estoy recibiendo estos días. Mis últimos textos son todos de reencuentros, de redescubrimientos y no paro de sorprenderme.

Conocí a Juan D durante mi último año de instituto. Compartíamos clase en las aulas prefabricadas y cierto día él dejó de venir. Se comentó, en camarilla, que se había ido a trabajar en la obra. A nuestra profesora de lengua y literatura la apenaba horriblemente esa noticia. Yo no había hablado mucho con él, lo conocía de vista y de oídas. Pero comenzó a ser mi amigo, un poco a lo tonto, cuando decidió volver.

Y lo hizo a lo grande. Sacó el curso y se matriculó en Filología Inglesa. No sé cómo ni por qué, pero comenzamos a compartir autobús e inventamos la tradición de bajar desde el centro hasta el campus paseando. Un camino que nos obligaba, la mayoría de las veces, a perder la primera hora de clase para compartir un café. Se convirtió en un ritual nuestro y el profesor de teoría literaria nos aprobó la hazaña aunque supusiese perdernos una de sus clases.

Sus sueños comenzaron a crecer a pasos de gigante. De pronto no eran suficientes los campamentos en Norteamérica, ni siquiera los veranos en Londres… recuerdo aquellas primeras conversaciones nerviosas cuando tenía que decidir si dar el gran paso. Recuerdo sus primeras llamadas desde Los Ángeles. Recuerdo que fue de los únicos en venir a verme este verano, cuando nada era fácil, como ahora.

Hoy me llamó cualquier cosa antes de empezar la conversación. Yo sabía que estaba en España porque llevaba meses prometiéndome aquello de “nos vemos en navidades”, pero no me había atrevido ni animado a llamarlo. Cuando cruzamos dos frases siento que me apetece verlo y nos buscamos refugio el uno en el otro. Nunca tengo que recordarle cuál es el número en el que vivo, jamás se equivoca de letra. Y nos sentamos en la cocina, con la mesa verde que me inspira delante. Me gusta que Juan D siempre tenga cosas que contar, que no pregunte, me gusta escucharlo.

No quiere saber si estoy bien o mal, si estoy preocupada, si se han curado mis heridas, sólo se sienta conmigo y me explica cómo es la enseñanza en aquel país de las películas, me propone nuevas formas de escribir ensayos y me muestra las fotografías de un museo en lo alto de la ciudad desde el que se tienen las mejores vistas.

-Estoy desesperado en este pueblo –me confiesa suspirando y le sonrío comprensiva-, ¿cuándo vas a venir a verme?

Las anécdotas se suceden, deja entrever esos planes de futuro que tanto le aterran, es tan racional, tan condenadamente racional que ha calculado ya qué pasaría si se enamorase de una americana, tuviesen hijos y se separasen. “Sé que en algún momento tengo que volver a España”, dice ensimismado.

Y a mí me resulta difícil ya imaginarlo aquí, lejos del sol de Los Ángeles y sus acento americano al contarme las cosas medio en inglés medio en español.

Después de charla, cena y risas, lo despido en la puerta preguntándome cuándo volveré a verlo, si cumpliré mi promesa de llamarlo el día cuatro, si seré justa o injusta con él, si aceptaré su propuesta para no acostarme antes de las uvas en nochevieja.

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