lunes, 10 de mayo de 2010

curiosidades de un fin de semana cualquiera o no


La tentación de no actualizar este rincón lucha con fiereza contra mis deseos de compartir algunos de los milagros que, desde el viernes hasta hoy, se han ido haciendo conmigo. Y es que, aunque este lunes empezase haciéndome sentir en martes, ha terminado en Marta -los que me conocen saben que eso siempre lo arregla todo-.

El viernes acabó laboralmente como una jungla, pero se llenó de reencuentros, de kilómetros, de confidencias, de abrazos, de gritos de Pablo corriendo a mis rodillas, de música, de ti, de un apagón momentáneo, de sueños junto al mar... Algo que me hizo sentir que así debían acabar todos mis viernes, funcionasen como funcionasen las mañanas de pesadilla en el instituto. Quizá por eso el sábado, a pesar de haber dormido poco y regular en una cama extraña, el sol vino a iluminar la casa de risas de Ana desde la cuna. Pedro pone actividad allí por donde pisa y observar a Claudia cuidando cada detalle me hace sentirme a un tiempo afortunada y pobre -pobre de amor del que ellos tienen, rica de todos los demás, qué le vamos a hacer-. Vivir la comunidad, aunque algo reducida, me llena de paz y el compartir vida se va convirtiendo cada vez más en una necesidad mientras me buscan un apartamento con vistas y piscina.

Al domingo lo recibimos de madrugada. Pedro y Claudia, aunque me conocen desde hace años, no tienen detalles de mi historia y, desgraciadamente para ellos, se atreven a preguntar. Estoy en un momento en que no me planteo responder con medias verdades a nadie, sé que puede ser un problema, pero estoy cansada de boicotear la realidad. Así que respondo, respondo a todo y sin pudores. Hasta que el reloj nos dice que es demasiado tarde para continuar y los bostezos se hacen con los sillones.

Nos amanece nublado y nuestros planes de playa se frustran, quizá porque el año pasado no llegó el primer baño hasta final de mayo, pero aprovechamos para hacer limpieza de juguetes en el cuarto de Pablo y, concretamente yo, para tener a Ana toda la mañana en brazos contagiándome de sus risas dulces, comiéndomela a besos. Llevaba años sin quitarme el pijama tan tarde, años sin disfrutar de un domingo así. Por eso, cuando volvemos a montarnos en el coche para volver a casa -aunque el viaje estuviese anunciado por la baraja gitana que predijo también un gran cambio-, lo que menos me apetece es llegar a tiempo a la mesa redonda de jóvenes escritores que me espera en la Feria del Libro. "Os he echado de menos", confieso a Juan y Leticia cuando nos despedimos en la puerta de su casa y esa no es una media verdad.

Me horrorizan todas estas reuniones en las que soy escritora y me tratan con deferencia o me tratan de manera distinta sólo porque tengo una novela en el mercado. No me siento en posesión de la verdad y me hacen preguntas como si ya fuese un argumento de autoridad. Soy la que soy desde mi corta experiencia. Sólo sé que escribir me hace feliz. Termino el domingo en el salón de casa de mis padres, compartiendo anécdotas del fin de semana, esperando a un lunes que promete ser irreversible.

Un lunes que comienza con una presentación de mi novela también en la Feria del Libro y con un regalo sorpresa. Una de mis primeras lectoras, a la que conocí hace dos años en la promoción de mi novela en su ciudad de origen, se ha saltado las clases y ha viajado más de dos horas en un autobús para reencontrarse conmigo y regalarme una gargantilla con un hada de plata. ¿Cómo se siente una entonces? ¡Pequeña! Absolutamente pequeña y agradecida, loca de alegría y de fe.

Pero corro para llegar a tiempo a la última clase de la mañana, llego media hora tarde, me mata el cansancio y mi condición y acabo acostada para sobrevivir antes del horario de tarde. Es entonces cuando la voz de Marta me anuncia: "vengo a hacerte feliz", aunque con palabras más oportunas como "llámame cuando salgas de clase y te recojo". Por eso, ahora que se acaba de ir para dormir en casa de su hermano, en lugar de acostarme sin más, he dejado a las palabras escapar para serenarme, cargándoos a vosotros -que no sé cómo habéis llegado hasta aquí, cómo seguís viniendo- de verborrea inconsistente.

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